En
la década de los ‘70s del siglo pasado, el paraninfo universitario– conocido
simplemente como “La Merced”– estaba en ruinas. El antiguo edificio de adobe,
ubicado contiguo a la iglesia La Merced en el corazón de Tegucigalpa, estaba
totalmente derruido: paredes desplomadas, entrepisos, vigas y cielo raso
carcomido, techos hundidos, puertas y ventanas desvencijadas y el patio central
enterrado bajo pilas de escombros (y convertido en cagadero público). Sus
servicios de agua y luz eran esporádicos, en el mejor de los casos. Ocasionalmente
había un guardia en la puerta.
La
planta baja estaba totalmente abandonada. La segunda planta era otra historia:
era el punto focal de la efervescencia cultural de la capital y del país. En
uno de los grandes salones se reunía un grupo de jóvenes pintores que pasaría a la historia como el
“Taller de la Merced”. Cesar Rendón, Luis H. Padilla, Virgilio Guardiola, Víctor
López, Lutgardo Molina, y otros participantes ocasionales, artistas y no
artistas, incluyendo a Felipe Burchard, Aníbal Cruz, Leda Suarez, Alexis
Ramírez (el “Loco Divino”) y otros escritores y artistas, así como un
variopinto elenco de “actores secundarios” que incluía a novias, esposas y
amantes, “corredores de arte” y otras sustancias, y a otros de funciones
desconocidas. En el otro extremo, había un pequeño auditorio que tenía un
escenario igualmente pequeño. Era el centro de actividades del teatro
experimental universitario “la merced”, el TEUM.
El
edificio en ruinas era de muchas maneras un fiel reflejo del país. Todavía
estaba fresco el nefasto episodio de la guerra con El Salvador de 1969. Había
iniciado el ciclo de los golpes de estado militares; al inicio la tendencia
“izquierdosa”, luego populista y finalmente de cerrada ideología anticomunista
y bestialmente represivos. Y en 1974, el huracán Fifí nos daría un golpe del
que tardaríamos décadas en sobreponernos. La Revolución Cubana tenía un poco
más de una década, el mundo estaba en plena guerra fría, y para muchos en
Centro América – como en toda Latinoamérica -
la revolución parecía alcanzable. En aquella época, como ahora, hacer
arte o trabajar la cultura en Honduras era un acto heroico.
A finales de los
‘60s, Rafael Murillo regresó de Colombia, veterano de las luchas estudiantiles,
graduado de abogado, y “picado por el gusanito” del teatro, como el mismo dice.
Volvería a Colombia en varias ocasiones; allá crecería su experiencia teatral.
La experiencia teatral Colombiana le marco indeleblemente y se convirtió en el
punto de anclaje para su labor en el teatro hondureño, empezando con la
fundación del TEUM y a lo largo de toda su carrera. Su participación como
fundador del teatro La Candelaria,
en Bogotá, le permitió trabajar con personajes de la talla de Santiago García,
y le ubicó en la vanguardia del teatro latinoamericano.
La
época – mencionamos la guerra fría – llevaba el arte latinoamericano a asumir
posiciones progresistas. No solamente en sentido político; también en el
sentido ideológico lo que implicó una profunda revisión de sus principios
estéticos. Firmemente anclado en el teatro del absurdo y surrealista, así como
en otras venas del teatro de vanguardia (Brecht, Jarry, Artaud, Grotowski y
otros), el teatro latinoamericano, se alejó – aunque no rechazo – las obras “de
autor” y dió un giro hacia la creación colectiva y la improvisación, asumió una
perspectiva popular, desarrollando temas más inmediatos, creando obras
vinculadas a un medio y una problemática cercana a los artistas y su público, y
sobre todo, esforzándose para que el teatro llegara a los sectores más recónditos
de nuestra sociedad. Guión, tema, locuciones, personajes, ambiente,
escenografía… todos los problemas de montaje eran resueltos por los grupos
mismos en el escenario. Y debían resolverlos con un mínimo de recursos. No
todos eran actores “profesionales” y varios encontraron su verdadero llamado en
áreas fuera – pero no tan lejanas – del teatro: Gertrudis Morales era empleada
doméstica; Daniel Gonzales, sastre, se convertiría en el cantautor “Jerónimo”,
recientemente fallecido dándole voz a la resistencia cultural y política, Moisés
Landaverde, dirigente sindical asesinado hace ya varias décadas
Además,
en varios momentos el TEUM incorporó a varios extranjeros: argentinas,
mexicanas, colombianos, canadienses, peruanos, guatemaltecos y chilenos. Algunos
cayeron en su círculo por azar. Otros vinieron a buscar al TEUM, porque de
alguna manera se regaba la voz por el continente de que aquí en Honduras se
gestaba una “maravillosa quijotada,”
como diría el mismo Rafael. Incluso, en uno de esos momentos de absoluta
celebración de la vida que el TEUM con frecuencia gestaba en el escenario, una
pareja de extranjeros se casó en escena, ante la perplejidad del público, que
no sabía si era parte del guion o qué.
Se
vivía aun los remanentes de la “época hippy” y algo de esa mística se sentía en
el ambiente del TEUM, no solo el pelo largo de los hombres, los pantalones
acampanados y las camisas guatemaltecas, sino también el optimismo y la
esperanza del cambio, y en la visión del arte como vehículo de cambio. Y el
rock. Pero aunque se escuchaba, el rock no era la banda sonora de fondo en la
Merced, era la “música protesta” categoría en la que ingenuamente se incluía
casi cualquier género de música sudamericana, en particular la nueva trova
Cubana, que circulaba en cassettes copiados y re-copiados a más no poder.
Definitivamente se convirtió en un marcador, un distintivo.
En
lo teatral, los actores, al igual que el director, asumían las más variadas
funciones: eran actores, guionistas, productores, escenógrafos, electricistas,
tramoyistas, luminotécnicos, conserjes y tanto más. En esto, el teatro en
Honduras no ha cambiado tanto. Como no ha cambiado en su dimensión humana y
personal: había amistades y rivalidades, amores y desamores, consejerías
espirituales, políticas y hasta laborales, y largas horas de ocio –
frecuentemente etílico – compartido.
La
improvisación no solo en el sentido teatral, incluso en el económico,
predominaba. En muy raras ocasiones el TEUM logró conseguir los fondos
necesarios para cubrir los costos de producción. Con frecuencia el director y
los actores debían “bolsearse” y aportar fondos propios, haciendo una “cabuda”,
que permitiera reunir el dinero necesario para alguna compra necesaria. El
teatro carecía de un sistema de iluminación adecuado, así que debían fabricar
luces casi de la nada, con unos cuantos tubos, algo de cable y latas de leche a
falta de reflectores. La escenografía era austera, obedeciendo en parte a la
propuesta estética que el TEUM buscaba afianzar, y en parte a la falta de
recursos. Con frecuencia reclutaban a sus vecinos pintores como escenógrafos,
sin más remuneración que una entrada gratis a ver la obra que habían decorado.
Los escasos objetos en el escenario se transformaban mágicamente según lo
exigía la obra, y con frecuencia lograban la complicidad de quienes
presenciábamos los montajes, pidiéndonos simplemente que imagináramos que había
algo allí. Y lo había.
La
adaptación de “Sebastián Sale de Compras”, del guatemalteco Manuel José Arce,
fue la primera obra del TEUM. Rompió moldes en Tegucigalpa; de repente el
teatro podía enfrentar temas contemporáneos e inmediatos, como el consumismo. Y demostró también, que la crítica social podía hacerse desde el
humor, algo que algunos teatreros progresistas pero de línea política más
“ortodoxa” no veían bien. Luego, con “Don
Anselmo”, adaptación con la que el TEUM estableció un vínculo directo,
tanto a través del humor como de la crítica social, con Moliere, de cuyo “El Burgués Gentilhombre” adaptaron la obra Don
Anselmo, cuyo personaje central, es un burgués criollo; un espejo tan fiel
de estas Honduras tan rurales, que cada tanto ha resurgido en otros escenarios
visitados por Rafael, como “El Marqués de
TuttiFrutti”, montada con el teatro Bambú. Posteriormente, el TEUM adaptaría
otros trabajos de Moliere porque su ideario estético – ideológico así lo
exigía, pero también porque debían trabajar con recursos muy limitados, y en
nuestro país el teatro no recibía apoyos estatales significativos y jamás fue
una actividad rentable.
El
teatro “La Candelaria” surgió en este contexto. Rafael participó como actor y
como asistente de dirección. Allí se dió cuenta de que era un director, no un
actor, aunque ocasionalmente volvería a la actuación.
Si
Colombia y “La Candelaria” sentaron las bases para su teatro, Rafael las
consolidó en sus andanzas – que en un momento lo llevaron hasta Katmandú.
Viajando absorbió cultura, teatro, mundo. Pero fue quizá su experiencia en
Francia la que más le marcaría. Vivió las revueltas de mayo del ’68 en Paris y
asimiló las nuevas propuestas políticas, culturales y artísticas de obreros y
estudiantes cuyo impacto se sentiría en el mundo entero. Y en Francia tendría
una de las experiencias que el mismo considera una de las encrucijadas clave en
su evolución teatral: asistió a presentaciones del Grupo Teatral Chicano, el Teatro
Campesino, de Luis Valdés. Valdés asumió la alianza entre el teatro y las
luchas sociales de los campesinos migrantes, mientras exploraba nuevas
propuestas de montaje basadas en interacción de actores y público. También tuvo
un impacto similar en Rafael el Living Theater de New York, anclado en las
ideas Antonin Artaud y su Teatro de la
Crueldad, enfatizando el derrumbamiento
de la “cuarta pared” entre el escenario y el público.
En
Honduras, Rafael comenzó a trabajar con el teatro Nacional de Honduras, con el
cual montó “Los Patrulleros”, basada en historias reales escuchadas de personas
en los barrios acerca de las aventuras y desventuras que vivieron mientras
montaban guardia en una Tegucigalpa que esperaba a oscuras el siguiente
bombardeo de los “guanacos” o la infiltración de los “quinta-columnistas”, fue
una visión mordazmente satírica de la absurda guerra que peleamos en 1969
contra El Salvador, y que pasó a la historia con el igualmente absurdo mote de
“La guerra del futbol.” La obra anticipó la línea teatral que seguiría el TEUM,
y algunos de los actores que trabajaron en ella pasaron a formar parte de su
elenco. En 1972 se fundó el TEUM.
En
varios sentidos, el TEUM le daba continuidad a grupos teatrales universitarios
previos. Pero marcó una pauta muy propia, cuya trayectoria a veces tiene los
matices trágicos y cómicos de las obras que montó. No disponían de un local
propio para ensayos y montajes, y da la impresión que a quienes se suponía que
apoyaban el arte dentro de “La Universidad Nacional” y otras instituciones
tampoco les parecía muy necesario que lo tuvieran. Ante tal indiferencia,
simplemente se tomaron las ruinosas instalaciones de la Merced. Y quizás por
eso mismo, porque el edificio estaba derrumbándose, lograron quedarse.
Establecieron lo que hoy llamaríamos una “alianza estratégica” con un grupo de
pintores, quienes se tomaron el salón adjunto. Después de gestiones
absurdamente complicadas, lograron que la Universidad y el ministerio de
Cultura y Turismo “oficializaran” el uso de ese espacio. Era como que las
autoridades dijeran “son artistas, no merecen más que ruinas”.
Y
la Merced se convirtió en el punto Focal de producción cultural del país.
El
escenario era diminuto y no tenía el equipamiento básico; el área para público
era igual de pequeña, y tenía unas butacas en las que daba miedo reclinarse por
temor a que vinieran se abajó unas tras otras, como fila de dominós.
El
TEUM nunca tuvo un elenco fijo, aunque ocasionalmente si logró cierta
estabilidad en este sentido. Pasaron por sus filas casi todos los actores de
vena alternativa de aquel momento: Ricardo Redondo Licona, Eduardo Bahr, Saúl
Toro, Juan de Dios Pineda, Roberto Silva, Edilberto Borjas, Napoleón Pineda y
otros.
En
1974 nos golpeó el huracán Fifí, y el TEUM inmediatamente lanzó su torbellino
al escenario. Siguiendo la vena de Los
Patrulleros, nos ofreció una visión satírica, de la devastación. Aun cuando
presentó una visión profundamente humana de la tragedia, su sátira denunció la
ineptitud y corrupción que resultaron tantos o más desbastadoras que el huracán
mismo y podernos reír en esa situación fue un alivio.
El
TEUM en 1976 dió un giro considerable al montar “El Canto del Fantoche Lusitano”
de Peter Weiss. La obra analiza el tema de colonialismo, un tema político
universal que el TEUM se esforzó abordar desde un contexto propio. Fue un
montaje difícil. La complejidad de la
obra obligó al grupo a esforzarse al límite y re-plantearse algunos aspectos
importantes de su trabajo. Este ya no fue un montaje joco-serio, liviano, si se
quiere, como lo habían sido sus obras anteriores. Tal vez al alcanzar este
límite el TEUM, como grupo y como
colectivo de actores, conoció sus limitaciones. En todo caso fue su última obra
como grupo teatral. Los actores y actrices tomaron distintos rumbos, algunos
dejaron el teatro, otros siguen en el oficio. Y Rafael quien en un lapso
intermedio de su trabajo como director del TEUM (septiembre-diciembre de 1975)
había montado su famoso “Bolívar Descalzo” en los Andes orientales de Colombia, continuaría definiendo una nueva
línea de trabajo, histórica-antropológica, con sus obras, “Loubávagu o El Otro
Lado Lejano”; “Un Árbol que Cuenta Historias o La Ilusión Minera” (antes la
Historia de una Ceiba) y “La Danza con las Almas”.
Al
final, el TEUM y los pintores acabaron siendo expulsados de la Merced. Esto
también contribuyó a su disolución. Pero ya habían hecho historia. Tanto el
TEUM como los pintores de la Merced inyectaron efervescencia, optimismo y
perspectivas muy frescas en el arte nacional y sentaron pautas cuya influencia
se siente aún hoy, cuando ese espacio, - ahora renovado y convertido en Galería
Nacional de Arte – y quienes lo ocuparon han adquirido dimensiones míticas en
el arte hondureño.
Rafael
sigue haciendo teatro, y el TEUM sigue siendo referencia obligada en el teatro
nacional. La persistente influencia de este grupo de gitanos de la escena no
puede atribuirse a un solo factor. Pero, si hemos de señalar uno en particular,
sería que el TEUM logró la producción de un teatro propio. El mismo Rafael dice
que:
“En síntesis, podría decirse que, aceptando
las influencias de afuera, lo cual es inevitable, los montajes de nuestro grupo
fueron esencialmente fruto del mundo simbólico creado por el mismo imaginario
de nuestra población” (comunicación
personal)
Como
ocurre con todo buen arte, el teatro del TEUM nos dió un espejo – a veces
cómicamente distorsionado como los espejos de feria, pero siempre fiel – a
través del cual nuestra sociedad y nuestra cultura han podido verse a sí mismas
en una dialéctica regeneradora.
Tegucigalpa, Junio de 2013.
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