El TEUM: teatro para reír y llorar Por Jorge F. Travieso



En la década de los ‘70s del siglo pasado, el paraninfo universitario– conocido simplemente como “La Merced”– estaba en ruinas. El antiguo edificio de adobe, ubicado contiguo a la iglesia La Merced en el corazón de Tegucigalpa, estaba totalmente derruido: paredes desplomadas, entrepisos, vigas y cielo raso carcomido, techos hundidos, puertas y ventanas desvencijadas y el patio central enterrado bajo pilas de escombros (y convertido en cagadero público). Sus servicios de agua y luz eran esporádicos, en el mejor de los casos. Ocasionalmente había un guardia en la puerta.

La planta baja estaba totalmente abandonada. La segunda planta era otra historia: era el punto focal de la efervescencia cultural de la capital y del país. En uno de los grandes salones se reunía un grupo de jóvenes  pintores que pasaría a la historia como el “Taller de la Merced”. Cesar Rendón, Luis H. Padilla, Virgilio Guardiola, Víctor López, Lutgardo Molina, y otros participantes ocasionales, artistas y no artistas, incluyendo a Felipe Burchard, Aníbal Cruz, Leda Suarez, Alexis Ramírez (el “Loco Divino”) y otros escritores y artistas, así como un variopinto elenco de “actores secundarios” que incluía a novias, esposas y amantes, “corredores de arte” y otras sustancias, y a otros de funciones desconocidas. En el otro extremo, había un pequeño auditorio que tenía un escenario igualmente pequeño. Era el centro de actividades del teatro experimental universitario “la merced”, el TEUM.

El edificio en ruinas era de muchas maneras un fiel reflejo del país. Todavía estaba fresco el nefasto episodio de la guerra con El Salvador de 1969. Había iniciado el ciclo de los golpes de estado militares; al inicio la tendencia “izquierdosa”, luego populista y finalmente de cerrada ideología anticomunista y bestialmente represivos. Y en 1974, el huracán Fifí nos daría un golpe del que tardaríamos décadas en sobreponernos. La Revolución Cubana tenía un poco más de una década, el mundo estaba en plena guerra fría, y para muchos en Centro América – como en toda Latinoamérica -  la revolución parecía alcanzable. En aquella época, como ahora, hacer arte o trabajar la cultura en Honduras era un acto heroico.

A finales de los ‘60s, Rafael Murillo regresó de Colombia, veterano de las luchas estudiantiles, graduado de abogado, y “picado por el gusanito” del teatro, como el mismo dice. Volvería a Colombia en varias ocasiones; allá crecería su experiencia teatral. La experiencia teatral Colombiana le marco indeleblemente y se convirtió en el punto de anclaje para su labor en el teatro hondureño, empezando con la fundación del TEUM y a lo largo de toda su carrera. Su participación como fundador del teatro La Candelaria, en Bogotá, le permitió trabajar con personajes de la talla de Santiago García, y le ubicó en la vanguardia del teatro latinoamericano.

La época – mencionamos la guerra fría – llevaba el arte latinoamericano a asumir posiciones progresistas. No solamente en sentido político; también en el sentido ideológico lo que implicó una profunda revisión de sus principios estéticos. Firmemente anclado en el teatro del absurdo y surrealista, así como en otras venas del teatro de vanguardia (Brecht, Jarry, Artaud, Grotowski y otros), el teatro latinoamericano, se alejó – aunque no rechazo – las obras “de autor” y dió un giro hacia la creación colectiva y la improvisación, asumió una perspectiva popular, desarrollando temas más inmediatos, creando obras vinculadas a un medio y una problemática cercana a los artistas y su público, y sobre todo, esforzándose para que el teatro llegara a los sectores más recónditos de nuestra sociedad. Guión, tema, locuciones, personajes, ambiente, escenografía… todos los problemas de montaje eran resueltos por los grupos mismos en el escenario. Y debían resolverlos con un mínimo de recursos. No todos eran actores “profesionales” y varios encontraron su verdadero llamado en áreas fuera – pero no tan lejanas – del teatro: Gertrudis Morales era empleada doméstica; Daniel Gonzales, sastre, se convertiría en el cantautor “Jerónimo”, recientemente fallecido dándole voz a la resistencia cultural y política, Moisés Landaverde, dirigente sindical asesinado hace ya varias décadas

Además, en varios momentos el TEUM incorporó a varios extranjeros: argentinas, mexicanas, colombianos, canadienses, peruanos, guatemaltecos y chilenos. Algunos cayeron en su círculo por azar. Otros vinieron a buscar al TEUM, porque de alguna manera se regaba la voz por el continente de que aquí en Honduras se gestaba una “maravillosa quijotada,”  como diría el mismo Rafael. Incluso, en uno de esos momentos de absoluta celebración de la vida que el TEUM con frecuencia gestaba en el escenario, una pareja de extranjeros se casó en escena, ante la perplejidad del público, que no sabía si era parte del guion o qué.

Se vivía aun los remanentes de la “época hippy” y algo de esa mística se sentía en el ambiente del TEUM, no solo el pelo largo de los hombres, los pantalones acampanados y las camisas guatemaltecas, sino también el optimismo y la esperanza del cambio, y en la visión del arte como vehículo de cambio. Y el rock. Pero aunque se escuchaba, el rock no era la banda sonora de fondo en la Merced, era la “música protesta” categoría en la que ingenuamente se incluía casi cualquier género de música sudamericana, en particular la nueva trova Cubana, que circulaba en cassettes copiados y re-copiados a más no poder. Definitivamente se convirtió en un marcador, un distintivo.

En lo teatral, los actores, al igual que el director, asumían las más variadas funciones: eran actores, guionistas, productores, escenógrafos, electricistas, tramoyistas, luminotécnicos, conserjes y tanto más. En esto, el teatro en Honduras no ha cambiado tanto. Como no ha cambiado en su dimensión humana y personal: había amistades y rivalidades, amores y desamores, consejerías espirituales, políticas y hasta laborales, y largas horas de ocio – frecuentemente etílico – compartido.

La improvisación no solo en el sentido teatral, incluso en el económico, predominaba. En muy raras ocasiones el TEUM logró conseguir los fondos necesarios para cubrir los costos de producción. Con frecuencia el director y los actores debían “bolsearse” y aportar fondos propios, haciendo una “cabuda”, que permitiera reunir el dinero necesario para alguna compra necesaria. El teatro carecía de un sistema de iluminación adecuado, así que debían fabricar luces casi de la nada, con unos cuantos tubos, algo de cable y latas de leche a falta de reflectores. La escenografía era austera, obedeciendo en parte a la propuesta estética que el TEUM buscaba afianzar, y en parte a la falta de recursos. Con frecuencia reclutaban a sus vecinos pintores como escenógrafos, sin más remuneración que una entrada gratis a ver la obra que habían decorado. Los escasos objetos en el escenario se transformaban mágicamente según lo exigía la obra, y con frecuencia lograban la complicidad de quienes presenciábamos los montajes, pidiéndonos simplemente que imagináramos que había algo allí. Y lo había.
                                                              
La adaptación de “Sebastián Sale de Compras”, del guatemalteco Manuel José Arce, fue la primera obra del TEUM. Rompió moldes en Tegucigalpa; de repente el teatro podía enfrentar temas contemporáneos e inmediatos, como el consumismo. Y demostró también,  que la crítica social podía hacerse desde el humor, algo que algunos teatreros progresistas pero de línea política más “ortodoxa” no veían bien. Luego, con “Don Anselmo”, adaptación con la que el TEUM estableció un vínculo directo, tanto a través del humor como de la crítica social, con Moliere, de cuyo “El Burgués Gentilhombre” adaptaron  la obra Don Anselmo, cuyo personaje central, es un burgués criollo; un espejo tan fiel de estas Honduras tan rurales, que cada tanto ha resurgido en otros escenarios visitados por Rafael, como “El Marqués de TuttiFrutti”, montada con el teatro Bambú. Posteriormente, el TEUM adaptaría otros trabajos de Moliere porque su ideario estético – ideológico así lo exigía, pero también porque debían trabajar con recursos muy limitados, y en nuestro país el teatro no recibía apoyos estatales significativos y jamás fue una actividad rentable.

El teatro “La Candelaria” surgió en este contexto. Rafael participó como actor y como asistente de dirección. Allí se dió cuenta de que era un director, no un actor, aunque ocasionalmente volvería a la actuación.

Si Colombia y “La Candelaria” sentaron las bases para su teatro, Rafael las consolidó en sus andanzas – que en un momento lo llevaron hasta Katmandú. Viajando absorbió cultura, teatro, mundo. Pero fue quizá su experiencia en Francia la que más le marcaría. Vivió las revueltas de mayo del ’68 en Paris y asimiló las nuevas propuestas políticas, culturales y artísticas de obreros y estudiantes cuyo impacto se sentiría en el mundo entero. Y en Francia tendría una de las experiencias que el mismo considera una de las encrucijadas clave en su evolución teatral: asistió a presentaciones del Grupo Teatral Chicano, el Teatro Campesino, de Luis Valdés. Valdés asumió la alianza entre el teatro y las luchas sociales de los campesinos migrantes, mientras exploraba nuevas propuestas de montaje basadas en interacción de actores y público. También tuvo un impacto similar en Rafael el Living Theater de New York, anclado en las ideas  Antonin Artaud y su Teatro de la Crueldad,  enfatizando el derrumbamiento de la “cuarta pared” entre el escenario y el público.

En Honduras, Rafael comenzó a trabajar con el teatro Nacional de Honduras, con el cual montó “Los Patrulleros”, basada en historias reales escuchadas de personas en los barrios acerca de las aventuras y desventuras que vivieron mientras montaban guardia en una Tegucigalpa que esperaba a oscuras el siguiente bombardeo de los “guanacos” o la infiltración de los “quinta-columnistas”, fue una visión mordazmente satírica de la absurda guerra que peleamos en 1969 contra El Salvador, y que pasó a la historia con el igualmente absurdo mote de “La guerra del futbol.” La obra anticipó la línea teatral que seguiría el TEUM, y algunos de los actores que trabajaron en ella pasaron a formar parte de su elenco. En 1972 se fundó el TEUM.

En varios sentidos, el TEUM le daba continuidad a grupos teatrales universitarios previos. Pero marcó una pauta muy propia, cuya trayectoria a veces tiene los matices trágicos y cómicos de las obras que montó. No disponían de un local propio para ensayos y montajes, y da la impresión que a quienes se suponía que apoyaban el arte dentro de “La Universidad Nacional” y otras instituciones tampoco les parecía muy necesario que lo tuvieran. Ante tal indiferencia, simplemente se tomaron las ruinosas instalaciones de la Merced. Y quizás por eso mismo, porque el edificio estaba derrumbándose, lograron quedarse. Establecieron lo que hoy llamaríamos una “alianza estratégica” con un grupo de pintores, quienes se tomaron el salón adjunto. Después de gestiones absurdamente complicadas, lograron que la Universidad y el ministerio de Cultura y Turismo “oficializaran” el uso de ese espacio. Era como que las autoridades dijeran “son artistas, no merecen más que ruinas”.

Y la Merced se convirtió en el punto Focal de producción cultural del país.

El escenario era diminuto y no tenía el equipamiento básico; el área para público era igual de pequeña, y tenía unas butacas en las que daba miedo reclinarse por temor a que vinieran se abajó unas tras otras, como fila de dominós.

El TEUM nunca tuvo un elenco fijo, aunque ocasionalmente si logró cierta estabilidad en este sentido. Pasaron por sus filas casi todos los actores de vena alternativa de aquel momento: Ricardo Redondo Licona, Eduardo Bahr, Saúl Toro, Juan de Dios Pineda, Roberto Silva, Edilberto Borjas, Napoleón Pineda y otros.

En 1974 nos golpeó el huracán Fifí, y el TEUM inmediatamente lanzó su torbellino al escenario. Siguiendo la vena de Los Patrulleros, nos ofreció una visión satírica, de la devastación. Aun cuando presentó una visión profundamente humana de la tragedia, su sátira denunció la ineptitud y corrupción que resultaron tantos o más desbastadoras que el huracán mismo y podernos reír en esa situación fue un alivio.

El TEUM en 1976 dió un giro considerable al montar “El Canto del Fantoche Lusitano” de Peter Weiss. La obra analiza el tema de colonialismo, un tema político universal que el TEUM se esforzó abordar desde un contexto propio. Fue un montaje difícil.  La complejidad de la obra obligó al grupo a esforzarse al límite y re-plantearse algunos aspectos importantes de su trabajo. Este ya no fue un montaje joco-serio, liviano, si se quiere, como lo habían sido sus obras anteriores. Tal vez al alcanzar este límite el TEUM,  como grupo y como colectivo de actores, conoció sus limitaciones. En todo caso fue su última obra como grupo teatral. Los actores y actrices tomaron distintos rumbos, algunos dejaron el teatro, otros siguen en el oficio. Y Rafael quien en un lapso intermedio de su trabajo como director del TEUM (septiembre-diciembre de 1975) había montado su famoso “Bolívar Descalzo” en los Andes orientales de  Colombia, continuaría definiendo una nueva línea de trabajo, histórica-antropológica, con sus obras, “Loubávagu o El Otro Lado Lejano”; “Un Árbol que Cuenta Historias o La Ilusión Minera” (antes la Historia de una Ceiba) y “La Danza con las Almas”.

Al final, el TEUM y los pintores acabaron siendo expulsados de la Merced. Esto también contribuyó a su disolución. Pero ya habían hecho historia. Tanto el TEUM como los pintores de la Merced inyectaron efervescencia, optimismo y perspectivas muy frescas en el arte nacional y sentaron pautas cuya influencia se siente aún hoy, cuando ese espacio, - ahora renovado y convertido en Galería Nacional de Arte – y quienes lo ocuparon han adquirido dimensiones míticas en el arte hondureño.

Rafael sigue haciendo teatro, y el TEUM sigue siendo referencia obligada en el teatro nacional. La persistente influencia de este grupo de gitanos de la escena no puede atribuirse a un solo factor. Pero, si hemos de señalar uno en particular, sería que el TEUM logró la producción de un teatro propio. El mismo Rafael dice que:

En síntesis, podría decirse que, aceptando las influencias de afuera, lo cual es inevitable, los montajes de nuestro grupo fueron esencialmente fruto del mundo simbólico creado por el mismo imaginario de nuestra población(comunicación personal)       

Como ocurre con todo buen arte, el teatro del TEUM nos dió un espejo – a veces cómicamente distorsionado como los espejos de feria, pero siempre fiel – a través del cual nuestra sociedad y nuestra cultura han podido verse a sí mismas en una dialéctica regeneradora.

Tegucigalpa, Junio de 2013.



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